Esta
leyenda, como muchas otras sucedió en la época de la Colonia, época inolvidable
por muchas razones, dentro de las cuales las más importantes son los antiguos
testimonios en donde se barajan nombres auténticos y acontecimientos que hacen
de nuestro país un abanico de leyendas.
Durante muchos años y según
consta en las actas del muy antiguo convento de la Concepción, que hoy se
localizaría en la esquina de Santa María la Redonda y Belisario Domínguez, las
monjas enclaustradas en tan lóbrega institución, vinieron sufriendo la
presencia de una blanca y espantable figura que en su hábito de monja de esa
orden, veían colgada de uno de los árboles de durazno que en ese entonces
existía.
Cada vez que alguna de las
novicias o profesas tenían que salir a alguna misión nocturna y cruzaban el
patio y jardines de las celdas interiores, no resistían la tentación de mirarse
en las cristalinas aguas de la fuente que en el centro del convento había y
entonces ocurría aquello: tras ellas, balanceándose al soplo ligero de la brisa
nocturnal, veían a aquella novicia pendiente de una soga, con sus ojos salidos
de las órbitas y con su lengua como un palmo fuera de los labios retorcidos y
resecos, sus manos juntas y sus pies con la puntas de las chinelas hacia abajo.
Las religiosas huían
despavoridas llevando hasta sus labios el nombre de Dios, pero cuando llevaban
a las superioras, la horrible visión ya se había esfumado.
La aparición de la monja
ahorcada en el durazno se remontaba a muchos años antes, pues debe tenerse en
cuenta que el Convento de la Concepción fue el primero en ser construido en la
capital de la Nueva España, apenas 22 años después de la consumación de la
Conquista; de ahí que recibieran como novicias a hijas, familiares y conocidas
mujeres de los conquistadores españoles.
Después de arduas
investigaciones para esclarecer el origen de esas apariciones, se supo que
dicho fantasma correspondía a la que en vida llevó el nombre de doña
María de Alvarado, quien compartía la morada con sus hermanos Gil y Alfonso
Ávila en la esquina que hoy serían las calles de Argentina y Guatemala,
justamente donde se ubicaba una cantina.
Se cuenta que era una mujer
muy bonita y de gran prestancia que se enamoró de Arrutia, un mestizo de
humilde cuna, que al ver su amor que ella le profesaba por los ojos, quiso
hacerse de mujer, dinero y linaje.
A tales amoríos se opusieron
los hermanos Ávila, sobre todo Alfonso, quien llamando una tarde al
irrespetuoso y altanero mestizo, le prohibió que anduviese tras su hermana.
-Nada podéis hacer si ella me
ama-dijo altaneramente Arrutia- pues el corazón de vuestra hermana es mío:
podéis oponeros cuanto queráis, que nada logréis.
Molesto don Alfonso se fue a
su casa para hablar con su hermano Gil, a quien le contó lo sucedido. Gil pensó
en matar al bellaco que se enfrentaba a ellos, pero don Alfonso pensando mejor
las cosas, dijo que el sujeto era un mestizo despreciable que no podría medirse
a espada contra ninguno de los dos y que mejor sería que le dieran un escarmiento.
Así decidieron reunir un buen
monto de dinero y se lo ofrecieron al mestizo para que se largara para siempre
de la capital, pues con los dineros ofrecidos podría instalarse en otro sitio y
poner un negocio lucrativo.
Se dice que el mestizo aceptó
y sin darle un adiós a su amada se fue a Veracruz y de allí a otros
lugares, dejando transcurrir los meses para ajustarse a dos años, tiempo
durante el cual la desdichada doña María Alvarado sufría, padecía,
lloraba y gemía como una sombra por la casa solariega de los hermanos. Al verla
sufrir tanto, sus hermanos decidieron convencerla para que entrara de novicia a
un convento. Escogieron para dicho fin el de La Concepción y no fue difícil que
la aceptaran, pues luego de haber dado una fuerte cantidad de dinero, la joven
tuvo que ir a refugiarse del dolor que le provocaba la supuesta muerte del
mestizo.
Pero sin mucha voluntad, doña
María entró como novicia, en donde comenzó a llevar la triste vida claustral,
aunque sin dejar de llorar su pena de amor, recordando al mestizo Arrutia. Por
las noches, en la angustiosa soledad de su celda se olvidaba de su amor a Dios,
de su fe y de todo y sólo pensaba en aquel mestizo que la había abandonado.
Al fin, una noche, no pudiendo
resistir más esa pasión que era mucho más fuerte que su fe, decidió matarse
ante el silencio del amado de cuyo regreso llegó a saber, pues el mestizo había
vuelto a pedir más dinero a los hermanos Ávila.
Se cuenta que al saberse
traicionada por ambas partes, de su amado y de sus hermanos, tomó un cordón y
lo trenzó con otro para hacerlo más fuerte, después se hincó ante el Cristo
Crucificado a quien pidió perdón por no haber tenido el valor y la pasión de
profesarse. Caminó hasta la fuente donde se reflejó por última vez, allí
derramó unas lágrimas que se confundieron con la cristalina agua. En cuanto
tomó aliento ató la cuerda a una de las ramas del durazno y volvió a rezar
pidiendo perdón a Dios por lo que iba a hacer, y sin pensarlo dos veces se
lanzó golpeando sus pies en el brocal de la fuente.
Y allí quedó, balanceándose
como un péndulo blanco movido por el viento. Al día siguiente, cuando la
portera del convento fue a revisar los picaportes y herrajes de la puerta del
convento, la vio colgando rígida y con el semblante blanco.
El cuerpo ya tieso de María de
Alvarado fue bajado y sepultado esa misma tarde en el cementerio interior del
convento y allí pareció terminar aquel drama amoroso. Sin embargo, un mes
después, una de las novicias vio la horrible aparición reflejada en las aguas
de la fuente. A esta aparición siguieron otras, hasta que las superioras
prohibieron la salida de las monjas a la huerta después de la puesta de sol.
Al deducir que el alma de la
joven andaba penando, las autoridades comenzaron a investigar, tomando por
culpables a los hermanos Ávila, pues habían sido ellos los que de alguna manera
encaminaron a María a terminar con su vida de esa manera. Así que los juzgaron
y sentenciaron a muerte en cuanto el sol comenzaba a asomarse.
La casa donde vivieron fue
destruida y arada con sal, ya que de acuerdo con algunas costumbres de la
época, ésa era la única forma en que el alma de la moja pudiera descansar en
paz.